La Iglesia

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A partir del edicto de Constantino de 313, la Iglesia primitiva se propuso tres objetivos: destruir todo vestigio de paganismo, combatir la herejía y propagar la doctrina a aquellos pueblos donde aún era desconocida. Hacia el siglo VI puede afirmarse que el primer objetivo estaba cumplido, y para luchar contra las herejías se emplearon diversos medios que iban de la condena formal a la persecución cruenta, cuando se lograba contar con la colaboración de la autoridad política.

Esta última, en efecto, solía proponerse como ideal la homogeneización ideológica, y en esta época la ideología era exclusivamente religiosa. En cuanto a su difusión, el cristianismo contó con un auxiliar fundamental, que fue también el elemento dinamizador por excelencia de la Iglesia: el monacato. En occidente, además, donde con el tiempo surgieron diversas órdenes, el monacato desempeñó el papel de cauce de la pluralidad de posturas, con lo que convivieron diversas formas de espiritualidad sin caer en la discrepancia abierta y en la heterodoxia.
El monacato nació en oriente. En la Iglesia oriental u ortodoxa se ha mantenido hasta nuestros días la regla de san Basilio, y en el occidente latino se imitó dicha regla hasta que un gran reformador, san Benito de Nursia (480-543), que vivió en la Italia ostrogoda, dio forma a un nuevo ideal de vida monástica. A los monjes, sobre todo irlandeses, se debe en gran medida la evangelización del mundo germánico. Los monasterios se convirtieron en focos de cultura y en centros económicos de primer orden.

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